lunes, 22 de abril de 2024

Una revolución en la historia de la música

Hace solo unos meses que Suno ha revolucionado la composición musical. Aparte de las extraordinarias canciones que genera, es igualmente sorprendente lo fácil que es manejar esta herramienta: basta darle un tema y unas sencillas indicaciones, como por ejemplo pedirle que componga «un bolero sobre las mentiras y verdades que se cuentan los amantes», para que en menos de un minuto tengamos una canción de cerca de dos minutos con su título, su letra y unas melodías bastante más memorables que muchas de las compuestas por seres humanos.

Tras este impresionante logro, merece la pena replantearse la intervención humana en la historia de la música. En cierto modo, los compositores humanos han sido considerados como una especie de «mineros», cuya labor consistía en avanzar por los complicados túneles de la creatividad, buscando «vetas de minerales preciosos», es decir, melodías y orquestaciones lo suficiente valiosas como para merecer su paso a la posteridad. En realidad, esta perspectiva equipara el trabajo de los músicos con el de los científicos, en tanto que supone que hay una cantidad finita de «tesoros», ya sean elementos químicos, leyes de la física o melodías sublime y atribuye el mérito a los primeros en descubrirlos. Pero, ¿es así en realidad?

Mozart, Bach y tantos otros grandes músicos, sin duda, fueron capaces de escribir obras geniales, pero sería muy ingenuo pensar que sus obras han sido las únicas que merecían persistir a lo largo de los años. Por cada músico que logra la fama, hay multitud de ellos que dedican toda su vida la música sin llegar a lograr jamás ningún tipo de reconocimiento ni difusión. Hay músicos que no alcanzaron esta popularidad en vida y, sin duda, habrá otros que la merecían y jamás lo consiguieron. Por tanto, no se trata meramente del talento musical, sino de la capacidad de llegar al público y crear algo capaz de resonar con los gustos de la época. Es decir, sin menoscabar el talento de grandes genios de la música, puede decirse que en sus obras están estrechamente ligadas a la sociedad de su época,  que las encumbró y convirtió en inmortales.

Desde este punto de vista, los genios musicales no son tanto individuos excepcionales con un talento único, sino generadores de obras que luego la sociedad se encarga de cribar y filtrar. Y en este sentido, la creación de música mediante inteligencia artificial no lo cambia tanto todo. Bastan un par de minutos para generar una canción, pero tras generar unos cuantos cientos de canciones ¿cuántas de ellas merecen la pena? La misma aleatoriedad que hace que cada una sea diferente, hace que unas suenen superficiales y logra que aparezcan en otras metáforas y melodías capaces de conmovernos. Al ser tan fácil crear, lo importante es ahora elegir, decidir cuáles de las obras los usuarios acabarán en la papelera del escritorio y cuáles merece la pena volver a escucharlas, incluirlas en una lista o compartirlas con los demás y, cuando lleguen al mundo exterior, será la sociedad quien decida las que merecen la pena perdurar y, en ese caso, probablemente vuelva a parecer que aquella melodía siempre estuvo allí, esperando ser descubierta.

Nada cambia demasiado, por tanto, salvo un detalle y es que alimentar los motores de inteligencia artificial con las obras de la música supone cierta trampa. Tal vez no tenga tanto mérito crear una obra de piano minimalista si hemos creado un sistema que incluye innumerables obras de este tipo. Considerando la evolución de la historia de la música, hay ciertos hitos, por ejemplo técnicos, que resulta impensable que una máquina hubiera logrado alcanzar por sí sola. Por ejemplo, es bastante improbable que hubiera imaginado el piano a partir de las obras para clavicordio y, de manera similar, todas las obras de instrumentos analógicos no harían que un sistema adivinara la llegada de los sintetizadores.

Con esta premisa, es posible determinar una una nueva manera, extrañamente científica, de valorar cualquier obra musical, en la que su valor no vendría dado por la popularidad ni por las emociones que despierta, sino por la posibilidad de que dicha obra hubiera podido ser creada si se alimenta a un sistema con todo el material que había hasta el momento en que se creó. Es decir, un porcentaje de «previsibilidad» que podría otorgar una puntuación cualquier obra.

Y este enfoque no solo puede aplicarse a la música, sino también a cualquier otro ámbito en el que sea posible crear sistemas que generen contenido. Tal vez así compositores y autores que considerábamos menores puedan al fin lograr el reconocimiento que siempre se merecieron y, aún más importante, este baremo sirva para medir la creatividad humana y darnos cuenta de que, a fin de cuentas, con frecuencia los seres humanos acabamos siendo más repetitivos que las máquinas.