sábado, 17 de febrero de 2018

Amorología

Tal vez como consecuencia de la tendencia al individualismo de las últimas décadas, la sociedad se ha lanzado a una búsqueda de la felicidad por todo tipo de vías. Ya sea a través de la carrera profesional, la realización personal o la meditación espiritual, nos hemos centrado centrado en la felicidad individual y lo que tenemos que hacer o dejar de hacer por conseguirla.


No es mal punto de partida, porque sentirse a gusto con uno mismo es una base imprescindible para vivir una vida que merezca la pena. No obstante, tal vez haya que empezar a pensar en cambiar el enfoque y, en lugar de centrarnos en lo que nos hace felices, reflexionar sobre lo que podemos hacer para que los demás sean felices.

No es algo fácil y hay todo tipo de opiniones. Hay quien cree que para hacer feliz a otra persona basta con complacerle en lo que nos pida, pero también hay quien cree que sabe lo que es bueno para la otra persona y se obstina en dárselo, a pesar de que intente negarse: cubrir a alguien de regalos, obligarle a comer verduras, sin duda son dos maneras radicalmente diferentes de demostrar nuestro afecto por alguien.

Probablemente ambas sean correctas. Como siempre, el problema está es discernir en qué momentos y con qué intensidad comportarnos de cada manera. Para complicarlo todo, no hay una única solución válida para todos. Habrá quién necesite algo y quien necesite lo contrario. Para aprender a distinguir, podría ser útil diseñar y llevar a cabo experimentos que no se centren en lo felices que somos, sino en cómo las acciones de los demás influyen sobre nuestra felicidad, a corto y a largo plazo. Tal vez así podamos empezar a saber la frecuencia con la que son necesarias palabras de afecto, cuándo debemos consolar y cuándo debemos retar.

Aparte de la aplicación directa que estos hallazgos tendrían sobre las relaciones interpersonales, estos conocimientos son particularmente útiles ahora que las interfaces entre ordenadores y seres humanos están a punto de dar un salto exponencial. Durante muchos años, hemos creado ordenadores cuyo único cometido era cumplir literalmente nuestras órdenes. Ahora, con los avances en inteligencia emocional, quizás no sea posible todavía crear ordenadores con inteligencia propia, pero tal vez sí podamos empezar a pensar en ordenadores que nos traten de manera inteligente. Algunas de estas tecnologías ya empiezan a descollar, como los algoritmos que nos sugieren libros, películas o canciones y que empiezan a parecerse a un amigo al que le pedimos consejo. Pero es solo el comienzo, dentro de poco, será posible crear sistemas que nos animen a ir a al gimnasio o dejar de fumar, aunque no nos apetezca y, aún más difícil, deberían ser lo suficientemente inteligentes como para no interferir tanto en nuestra vida que dejemos de ser autónomos. Al igual que todas las personas realmente valiosas de nuestra vida, nos apoyarán, pero sin quitarnos independencia. Y si aspiramos a que los ordenadores nos traten como si nos quisieran, no cabe otra que aprender a hacerlo.