lunes, 9 de septiembre de 2019

«Nueva York de un plumazo» de Mateo Sancho: Yo, yo, yo y yo

¿Es posible una novela romántica que no siga la trama habitual? Desde «Orgullo y prejuicio» hasta «Crepúsculo», pasando por «Bridget Jones» y muchas otras, es difícil encontrar una historia de amor que no siga un patrón muy sencillo: «Yo no valgo demasiado y él es maravilloso, aunque distante. Aunque parezca increíble, ya que podría tener a quien quisiera, me elige a mí entre todos. Me cuesta creerlo, pero al final somos felices». Una vez sentadas estas bases, lo diferencia a unas de otras son decorado y detalles, lo suficiente para que unas sean obras maestras y otras un desperdicio de papel, pero aún así, coinciden en lo básico.

En concreto, resulta particularmente denigrante que el protagonista siempre sienta al principio que no está al nivel de quien ama, pero una historia de amor no puede existir sin complicaciones más allá de la primera página y los problemas de autoestima, más que las fatalidades del destino, algo pasadas de moda, han demostrado ser un buen material para llenar páginas y aumentar las ventas. Así en las novelas románticas, junto con sus equivalentes cinematográficos, el protagonista pasa una buena parte del tiempo suspirando y quejándose. Y si el objeto de deseo aparenta ser  inalcanzable, mejor que mejor.


En este sentido, en «Nueva York de un plumazo», Mateo Sánchez hace un excelente trabajo al reducir los llantos al mínimo. Al protagonista nunca le da un ataque de ansiedad porque no suene el teléfono, ni porque quién le gusta se vaya con otro. En todo caso, estas situaciones se solventan con total deportividad y fundido en negro al siguiente candidato. Hasta aquí sería una propuesta fantástica para renovar el género si no fuera por un detalle, porque... ¿es que es una novela romántica? Según los canones, desde luego que no lo es y, a pesar de tener un final feliz hasta con boda triple, lo cierto es que tampoco lo parece.

El problema no está tanto en las peculiaridades de la historia que trata sino en que en ningún momento parece que haya nada tan importante para el protagonista que él mismo. En una novela romántica, el protagonista acaba esclavizado no tanto por el ser al que quiere sino por el propio concepto del amor,  que le hace aceptar el sufrimiento que le provoca la incertidumbre que le ocasiona su deseo. Tampoco se trata meramente de una cuestión literaria, muchos de quienes nos rodean tienen un anhelo que les guía la vida, ya sea tan mundano como el dinero, tan habitual como la familia o tan elevado como la ciencia o el arte. En todos estos casos hay de alguna manera un búsqueda de transcendencia más allá del propio egoísmo. Sin embargo, en esta novela, tanto el protagonista como todos los que le rodean no parecen tener ningún otro objetivo que buscar lo mejor para sí mismos. Yo, yo, yo y yo. Sin embargo, limitar los objetivos vitales a la felicidad propia, paradójicamente, no es una buena manera de alcanzar la felicidad. Aunque el libro critica este enfoque individualista, aparentemente práctico pero a la larga insatisfactorio, de la sociedad americana, no hay nada que distinga mucho al protagonista de esta historia de la ciudad deshumanizada que describe, aparte de su bagaje cultural, algo que según su experiencia vital no parece que vaya a transmitir a futuras generaciones.

Además, también queda la eterna duda que despierta cualquier propuesta de pareja gay. ¿Qué postura es la más avanzada? ¿Seguir al pie de la letra las pautas heterosexuales y dejarse fagocitar por el sistema? ¿O proponer un nuevo modelo y confirmar las antiguas sospechas de que el amor gay no es igual al heterosexual, con todos los corolarios que pueden derivarse? Dado el escaso tiempo que ha transcurrido desde la normalización de la homosexualidad, ni siquiera es posible afirmar que determinados comportamientos y actitudes sean realmente una decisión consciente y no hayan sido motivados, aunque sea de manera inconsciente, por una educación sentimental diferente. Tal vez la actitud de muchos gays ante la pareja y el sexo fuera distinta si hubieran comenzado su aprendizaje en la adolescencia en lugar de, como ha sido la norma, tener que aplazarlo hasta la llegada a la gran ciudad con la mayoría de edad. Aunque es posible incluso que esta postergación tenga un efecto positivo plazo y, más que erradicarla, lo que habría que hacer es difundirla.

Más allá de las cuestiones sobre relaciones sentimentales, sean del tipo que sean, el libro acaba siendo tal vez sin querer una advertencia sobre los faros que utilizamos actualmente para guiarnos. Nueva York ha sido durante mucho tiempo el símbolo de la modernidad, de un estilo de vida que todo el planeta quería imitar. Ahora que han pasado los años, merece la pena plantearse si en lugar de un modelo a seguir se ha convertido precisamente en ese futuro que hay que evitar a toda costa. Para empezar, pensando en algo más que uno mismo.